LA FUERZA DE UN DISPARO

Acerca de Ike Altgens

ARTÍCULO publicado en Revista Ábaco, nº100 (2019).

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Se cumplen cien años del nacimiento de James W. “Ike” Altgens, autor de las fotografías que conmocionaron al mundo horas después del asesinato a John F. Kennedy. Su aniversario nos sirve como pretexto para iniciar un recorrido que se remonta a los orígenes del fotoperiodismo e indagar, a través de la lectura de las páginas de prensa ilustrada, acerca de la naturaleza del acto fotográfico, su valor en tanto hecho único e irrepetible y prueba documental. Los sospechosos del asesinato a Lincoln, el culpable de la muerte del presidente Garfield en los Estados Unidos, Charles Guiteau, o el anarquista italiano Michele Angiolillo, autor confeso de la muerte de Cánovas del Castillo en España, son algunos de los protagonistas que desfilarán ante la cámara en el presente artículo. Estudiaremos sus reacciones y también el papel de los que, detrás del objetivo, no siempre tuvieron la ocasión de disparar.

La Comisión Warren pudo haber contado con más de 25.000 clichés para reconstruir el momento en el que John F. Kennedy recibió varios disparos durante el desfile presidencial a su paso por el almacén de libros Texas School Book Depository en Dallas, Texas, pero solo estudió una ínfima cantidad de ese repositorio de imágenes. Así lo demostró años después el investigador y técnico en computación Richard E. Sprague que, tras analizar cada uno de los fotogramas, identificó la acción de al menos cuatro tiradores y calculó no solo su posición exacta, sino también el momento en que cada uno había disparado. El análisis conjunto de las fotografías y películas recopiladas puso en tela de juicio las conclusiones de la comisión.

Eran exactamente las 12.30 del 22 de noviembre de 1963. La caravana presidencial se dirigía por Elm Street hacia la plaza Dealey. Allí se encontraban treinta reporteros gráficos y multitud de fotógrafos y camarógrafos aficionados. Por todos es conocida la película casera de ocho milímetros que el empresario Abraham Zapruder rodó en aquel preciso momento. Veintiocho segundos a color, mudos, que sirvieron para establecer la secuencia temporal de la investigación. El tiempo no estaba medido en minutos, sino en imágenes. El primer disparo aparecía en la imagen 189 y el último en la 313. En cuanto a las fotografías que se registraron -la Comisión Warren tan solo examinó 26, un 5% del total- hubo una que despertó especial controversia: la tomada por el fotógrafo de prensa Ike Altegns, enviado por Associated Press a cubrir el evento.

Nacido en Dallas el 28 de abril de 1919, James William «Ike» Altgens llevaba 25 años trabajando como fotógrafo y editor en la legendaria agencia de noticias. Nada le haría suponer aquella soleada mañana que pasaría a la historia como el autor de la fotografía que cuestionó la culpabilidad del acusado, Lee Harvey Oswald. Meses después, al igual que el resto de los fotógrafos y testigos del asesinato, Ike Altgens fue llamado por la comisión a declarar: «Me habían encargado hacer una foto de la caravana con los edificios de Dallas al fondo». No era la primera vez que atentaban contra un presidente: Lincoln, Garfield y MacKinley habían corrido igual suerte. Pero sí se trataba de la primera vez que una cámara fotográfica lo registraba.

Las fotografías de Ike Altgens, apodado después «AP Man», fueron las primeras en salir a la luz. El mundo estaba conmocionado. En España, los teletipos llegaban incesantemente a las redacciones y, a primera hora del día 23, las cabeceras de todos los diarios de la geografía española publicaron la noticia del mortal atentado. Tan solo dos días después del magnicidio, el detenido Lee Harvey Oswald fue asesinado por Jack Ruby, empresario propietario de varios clubes nocturnos, en el momento de ser trasladado de prisión para su interrogatorio. De inmediato se anunció la creación de la Comisión Warren para esclarecer los hechos. A Ike Altgens, a pesar de haber sido un testigo privilegiado, no le llamaron a declarar hasta ocho meses después. Durante el interrogatorio, el fotógrafo describió con minuciosidad los largos segundos vividos tras su cámara, entre disparo y disparo.

El asesinato de Kennedy se convirtió ante los ojos de todos en el crimen más fotografiado de la historia. Pero el fotoperiodismo había iniciado su andadura mucho tiempo atrás. Las fotografías de Roger Fenton de la Guerra de Crimea (1859) o de Alexander Gardner de la Guerra de Secesión (1863) son verdaderos ejemplos de coraje por parte de unos hombres que, «cubiertos por el manto del realismo fotográfico» y obligados a transportar consigo el laboratorio, tenían como principal objetivo dar testimonio de lo que veían, ofrecer con sus cámaras una «lectura visual del mundo»[3]. No obstante, la fotografía era un invento reciente y aún estaban lejos de poder capturar el instante preciso en que se producía el hecho noticiable. La representación de lo acontecido se resolvía a partir de la observación detallada y la imaginación de un dibujante que, en ocasiones, se valía de fotografías para recrear la escena del crimen. En cambio, sí se podía inmortalizar a los detenidos a través de la cámara.


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Son memorables los retratos de los sospechosos del asesinato a Abraham Lincoln que se conservan en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Todos ellos posan ajenos a la cámara, sin diálogo aparente, como si el fotógrafo no existiera. Impactante es, en su frialdad documental, la serie de impresiones en gelatina de plata del momento en que, ante un horizonte abierto a la muerte, los cuatro acusados de conspiración en el asesinato de Lincoln son ahorcados.

«La fotografía es una prueba: no muestra tan solo algo que ha sido, sino que también y ante todo demuestra que ha sido. En ella permanece de algún modo la intensidad del referente, de lo que fue y ha muerto».
— Ronald Barthes. La cámara lúcida

A las fotografías de los primeros reporteros fotográficos, auténticos «fotodocumentalistas-viajantes», se sumará el trabajo de los pioneros de la fotografía social: las fotografías de John Thomson (Street Life in London, 1877), o de Jacob August Riis (How the Other Half Lives: Studies Among the Tenements of New York, 1890), vienen ahora a nuestra memoria. Todas ellas, auténticas joyas de la historia de la fotografía documental, hicieron su aparición antes de que pudieran ser reproducidas en las páginas de la prensa. A finales del XIX, la descripción a través de la palabra escrita ocupaba aún un lugar primordial. A falta de imágenes, los periodistas se veían obligados a describir de forma pormenorizada los lugares y los actores que protagonizaban el suceso. En ocasiones, el estilo rozaba la novela psicológica. Detengámonos en la mañana del 22 de julio de 1881 en el que los lectores del diario español El Globo, abrieron sus páginas.

Carta de Nueva York

Un 22 de julio de 1881 los lectores del diario El Globo amanecieron con la lectura de una carta de un colaborador del diario, Antonio Taltavul, dirigida desde Nueva York al director del diario, el periodista, médico y poeta Alfredo Vicenti, dando cuenta de la detención de Charles Julius Guiteau, autor del asesinato del presidente de los Estados Unidos James A. Garfield: “Mi amigo y correligionario: Ni de política, ni de negocios, ni de cosa alguna se habla aquí estos días, y obtiene solamente los honores de la inquietud general todo aquello por pequeño que sea, referente a Mr. Garfield y a Carlos Guiteau, su asesino.

La carta ofrecía un minucioso retrato psicológico que ayudaba al lector a situarse en la mente del asesino: «era en alto grado vanidoso, como lo demuestra el hecho de haber solicitado meses atrás el consulado general de París, antes de resignarse a pedir el de Marsella». Por su parte, George Scoville, cuñado de Guiteau, no duda en describirle como un ser predispuesto a la locura: «recuerdo que en cierta ocasión me dijo que se le había aparecido en sueños su madre difunta, avisándole de que estaba destinado a matar a un presidente de los Estados Unidos para bien del verdadero partido republicano». Días después de su sueño, prosigue el cuñado, recortó varios periódicos y los envió en señal de aviso al fiscal general de los Estados Unidos. Nada se hizo al respecto.

La agresión tuvo lugar el 2 de julio de 1881 en la estación de tren de Washington a plena luz del día. El presidente Garfield llevaba apenas cien días en el cargo cuando recibió dos disparos: el primero le rozó un brazo, el segundo se alojó en la espalda. A partir de entonces, setenta días de agonía tuvieron en vilo al país. Según el testimonio del detenido, los «incondicionales» (the stalwarts), le habían apoyado en su misión. No obstante, tal y como reflejaron los medios nada más conocerse la noticia, lo que llevó a cometer el crimen fue la codicia. Así lo reflejaba la portada de la revista satírica Puck en su portada, mostrando una caricatura de Charles Guiteau con un arma en una mano y en la otra, una nota manuscrita: «An office or your life».

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Dos días después de la detención…

un conocido fotógtrafo retratista, Charles Milton Bell, se presentó en la cárcel para tomar unas fotografías al detenido. Como si se tratara de una sesión fotográfica propia de los estudios decimonónicos, se procedió a la sesión: «Presentóse ayer en la cárcel el fotógrafo C. M. Bell, con el objeto de retratar al reo, y hallóle vestido con un traje oscuro, cuello alto, corbata negra y hongo. Al enterarse de lo que ocurría exigió ser retratado en postura natural y elegante. «No quiero aparecer en actitud forzada o tosca —dijo al artista—. Hizo éste varias copias, de perfil, de frente, de cuerpo entero, busto, etc., sin que Guiteau diese muestras de cansancio, a pesar de ser, como es, excesivamente nervioso. Lo único que le preocupaba es que sus ojos estuvieren inyectados a causa de haber pasado mala noche».

Finalmente, el 19 de septiembre de 1919, James Abram Garfield falleció en Long Branch, Nueva Jersey. Se convertía así en el segundo presidente asesinado de los Estados Unidos.

Ninguna fotografía ha quedado para la historia del momento del crimen. Tan solo el retrato de Guiteau, atravesando con su mirada el paso de los tiempos. Inmóvil, largos segundos de exposición. Los dos, Guiteau y Bell, reo y fotógrafo, desempeñando su papel; uno frente al otro, como si se tratara de un retrato de tipo carte de visite; y de fondo, las palabras del detenido, expresando sin ningún tipo de pudor su preocupación por su aspecto. La pena de muerte era lo de menos. Su única obsesión era pasar a la posteridad. Y para ello, había contado con una gran aliada: la Fotografía.

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